Quizá por eso las elecciones municipales que se celebran se convierten siempre en un ritual mecánico más: se reclama al Estado, se acusa a los políticos de incompetencia, pero se mantiene el mismo silencio cómodo entre bocado y bocado.
Vivimos en un país donde el futuro de los jóvenes parece hipotecado a alquileres absurdos, trabajos precarios y sueldos que no alcanzan para soñar con hijos. Pero cuando se habla de ello, no se hace en serio. Se sueltan chistes, memes e indignación pasajera en las redes sociales y, al minuto siguiente, se vuelve al silencio. No se debate en casa, no se debate en la mesa, ni siquiera se debate en el espacio público sin miedo a ser juzgado o anulado. Y luego nos asombramos cuando los extremos crecen, ofreciendo soluciones fáciles a una sociedad que prefiere los atajos a la reflexión.
El espejo de nuestra frivolidad está en todas partes. En las oficinas de registro y los ayuntamientos que alargan procesos básicos durante años, en las ventanillas donde sólo se sirven ciertos tickets al día y en los sitios de digitalización que más parecen agujeros negros. Y cuando nos piden papeles inútiles, firmas ridículas y certificados sin base legal, la mayoría tragamos y cumplimos. Cumple porque es más sencillo obedecer a exigencias ilegales que recurrir a tribunales que nunca deciden a tiempo. Y así, con la pasividad de ciudadanos domesticados, alimentamos la máquina de la ineficacia.
Curiosamente, exigimos valentía a los políticos, exigimos modernización al Estado y exigimos cambios a las autoridades locales. Pero nos olvidamos de exigirnos a nosotros mismos el valor de hablar, de debatir, de contrarrestar el silencio que empieza en casa. Al fin y al cabo, ¿cómo podemos esperar una Administración moderna si ni siquiera podemos discutir lo obvio en la mesa? ¿Cómo podemos exigir transparencia si aceptamos colas interminables y citas imposibles como si fueran parte natural de la vida? ¿Cómo podemos esperar un diálogo democrático si tenemos miedo hasta de opinar en una cena familiar?
Portugal vive inmerso entre dos silencios: el silencio social, que genera ciudadanos apáticos, y el silencio administrativo, que paraliza al Estado. Y ambos se alimentan mutuamente. El ciudadano que no protesta está acostumbrado a rellenar papeles inútiles. El Estado que no funciona está acostumbrado a tratar con ciudadanos que agachan la cabeza.
En vísperas de unas nuevas elecciones municipales, quizá valga la pena hacer un sencillo ejercicio: mirarse en el espejo. No para reírnos del político que no nos gusta, sino para enfrentarnos a nuestra propia autocomplacencia. Porque lo cierto es que la democracia no se agota en el voto y el Estado no se reforma a sí mismo.
El futuro exige diálogo, exige acción consciente, exige que hablemos de él en la mesa, aunque nos estropee la cena. Exige que no aceptemos un estado de siglos pasados como si fuera un destino inevitable. El futuro exige que seamos capaces de romper el ciclo del silencio y la frivolidad. Y eso, queridos portugueses, no depende sólo de a quién elijamos. Depende, ante todo, de nosotros.








