Los elefantes siempre han parecido un poco mágicos. Pero en los últimos años, la ciencia ha empezado a demostrar que lo que mucha gente describe como "magia" es en realidad un tipo de mente muy sofisticada. Las investigaciones sugieren que los elefantes son uno de los animales más complejos emocionalmente de la Tierra. Las observaciones sobre el terreno y en santuarios muestran a los elefantes consolando a compañeros angustiados, apoyando a sus crías y pareciendo llorar a sus muertos, comportamientos que apuntan a profundos lazos sociales y a una conciencia emocional.
Esta profundidad emocional va acompañada de una inteligencia extraordinaria. Los estudios sobre el cerebro de los elefantes publicados el año pasado han revelado que no sólo es enorme en términos absolutos, sino que sigue creciendo después del nacimiento, como el cerebro humano. Este crecimiento postnatal sugiere un largo periodo de aprendizaje y desarrollo cognitivo, en el que la experiencia determina la forma en que los elefantes entienden su mundo.
La investigación sobre la comunicación ha añadido otro nivel. Los elefantes utilizan una amplia gama de vocalizaciones y retumbos, muchos de ellos por debajo del alcance de la audición humana. En 2024, los científicos que analizaban estas llamadas demostraron que los elefantes africanos salvajes utilizan etiquetas vocales específicas para cada uno -en realidad, "nombres"-. Además, los investigadores han demostrado que los elefantes se comunican a grandes distancias mediante potentes retumbos de baja frecuencia: el sonido viaja no sólo por el aire, sino también como vibraciones a través del suelo, que otros elefantes pueden detectar con las sensibles almohadillas de sus patas, a veces a lo largo de muchos kilómetros.
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Otros estudios demuestran que los elefantes pueden reconocer cuándo un ser humano les presta atención, ajustando su comportamiento en función de la orientación del cuerpo y la cara, y que recuerdan a personas concretas -incluidos antiguos cuidadores- durante más de una década. Su capacidad para resolver problemas, manipular herramientas y sentir curiosidad por nuevos objetos apuntan a una inteligencia flexible y creativa.
Más allá de los datos, están las historias. Los conservacionistas hablan de elefantes que regresan a los huesos de sus parientes muertos año tras año; de hembras mayores que se hacen cargo de grupos asustados en situaciones de estrés; de miembros de familias separadas desde hace mucho tiempo que se reconocen al instante después de muchos años de separación, saludándose con retumbos bajos y cuidadosos toques de trompa que se parecen extrañamente a un abrazo.
En conjunto, la ciencia y las historias dibujan un cuadro claro. Los elefantes no son simplemente animales grandes que necesitan un lugar donde vivir. Son seres sensibles, sociales, con una larga memoria, relaciones sutiles y una vida interior que apenas empezamos a comprender. Esto tiene importantes implicaciones en la forma de mantenerlos y cuidarlos.
Los modelos tradicionales de cautividad, ya sea en circos o en muchos zoológicos convencionales, han tendido a centrarse en las necesidades físicas: comida, agua, cuidados veterinarios básicos y un recinto seguro. Por muy importantes que sean, los estudios sugieren que no son suficientes. Los elefantes necesitan espacio: para pasear, buscar comida y elegir dónde estar. Necesitan calma: un entorno predecible y poco estresante en el que puedan establecer relaciones estables. Y necesitan cierto grado de consentimiento en la forma en que se les maneja: la oportunidad de decidir cuándo participar, cuándo descansar y cómo participar en su propio cuidado.
En la naturaleza, las familias de elefantes pueden caminar muchos kilómetros al día por zonas que abarcan cientos de kilómetros cuadrados. Viven en sociedades de varios niveles, en las que grupos muy unidos se separan periódicamente y vuelven a reunirse con un círculo más amplio de parientes. En cambio, cuando se mantiene a los elefantes en espacios pequeños y poco estimulantes, con poco movimiento y a menudo sin compañía, las investigaciones demuestran que experimentan un importante sufrimiento físico y psicológico.
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Esta idea sustenta el modelo desarrollado por Pangea en el Alentejo. En más de 1.000 acres de hábitat mixto, el santuario pretende dar a los elefantes espacio para deambular, pastar y explorar en un paisaje que cambia con las estaciones, en lugar de recorrer los mismos cientos de metros de hormigón o suelo compactado. El diseño del emplazamiento se centra en el espacio y la calma: largas vistas, terreno variado y la posibilidad de alejarse de la actividad cuando el elefante lo decida.
Las agrupaciones sociales se gestionarán teniendo en cuenta las relaciones, con espacio para el tiempo a solas si lo prefieren. Igualmente importante es la filosofía del "contacto protegido" y los cuidados basados en el consentimiento. En lugar de controlar a los elefantes mediante el miedo, la fuerza o el confinamiento, los cuidadores trabajan desde detrás de barreras de seguridad, utilizando el refuerzo positivo y las interacciones basadas en la elección.
Mientras la ciencia sigue poniéndose al día con lo que mucha gente siente desde hace tiempo, proyectos como Pangea intentan responder de la forma más práctica posible: construyendo lugares donde se reconozca, respete y permita florecer esa magia, y donde se satisfagan las necesidades reales de los elefantes, para que puedan, sencillamente, volver a ser elefantes.
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